Tu eres la luz

Lo que sucede afuera me duele, y a veces duele mucho.

Las guerras, los grandes accidentes, las acciones que dañan en colectivo, incluso las cosas triviales o las historias que me cuenta mi mente —los juicios, los miedos— terminan por atraparme.

Cuando me enfrento a una realidad que no puedo negar, ocultar ni cambiar, y además permito que mis pensamientos crezcan desde divagaciones sin verdad ni sentido, es inevitable que me invadan la frustración, el miedo o la ira.

Siento ese malestar dentro de mí, y a veces incluso se manifiesta en mi cuerpo. Y ahí es cuando entiendo que necesito detenerme. Esa incomodidad, por difícil que sea, también es una fortuna: porque aunque me haya perdido, lo que estoy sintiendo me recuerda el camino de regreso, a ese lugar del que no debí haber salido.

En todo ese proceso, lo que más me hiere es el juicio que he hecho de lo que siento.

Pero cuando despierto y regreso a lo real, se abren varias posibilidades, que dependen de cómo he elegido mirar la vida. Hay una que siempre me funciona: la gratitud.

La gratitud me conecta con la verdad, me libera del juicio y transforma el malestar en bienestar.

Agradezco cuando estoy dormida o desenfocada, porque siempre hay algo o alguien que me invita a reconectar.

Agradezco también por el contraste: frente a todo lo que me desconectó, también están los benditos opuestos: la naturaleza, el amor, los bebés, las flores, las personas amorosas que comparten sus virtudes, la música, el arte, un libro, mi familia, mis amigos, el silencio, la oración… y también estoy yo y estás tu. 

Sé que el mundo puede distraerme de lo real, pero eso ya no tiene tanta importancia.

Lo verdaderamente importante es el compromiso conmigo misma: buscar el equilibrio, mantener el balance, confiar en lo que me sostiene. Hacer una pausa —sin apagarme— y volver a mirar hacia dentro, con compasión.

Y si todo a mi alrededor parece oscuro, vuelvo a mirar… puede que yo sea la luz o tal vez seas tu.

Emilu.

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